“LOREAK”: El silencio, la muerte y el olvido

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El segundo film dirigido por Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, tras 80 Egunean (En 80 días) (2010), es un sutil y lúcido fresco sobre esa tenue tesitura por la que transita la vida, siempre susceptible a cualquier mínimo cambio producido por las circunstancias del azar. Pero Loreak (Flores) es también una sugerente e íntima mirada sobre la incomunicación, el silencio, la muerte o la evanescencia de la memoria.

Se podría afirmar que Loreak (Flores) es una película de fantasmas. Porque fantasmagóricas son en cierta manera las existencias que arrastran los personajes que componen el relato y porque uno de aquellos, Beñat (Josean Bengoextea), adquiere en cierta manera dicha condición al fallecer repentinamente en un accidente de tráfico. Y si en vida transitaba envuelto en una relativa invisibilidad con respecto a los demás, ahora su ausencia cobrará una mayor presencia al transformarse en el epicentro, aunque intangible, que va a remover las entrañas del triángulo femenino que protagoniza la historia.

El detonante de la historia es un elemento tan inofensivo como unas flores. Las que perturban la existencia de Ane (Nagore Aramburu) cuando un desconocido le manda un ramo cada jueves, como después son los que comenzarán a inquietar a Lourdes (Itziar Ituño) al desconocer la identidad de quien los deposita, también siguiendo el mismo ritual de un día a la semana, en el lugar donde se mató Beñat, su marido. Y luego está Tere (Itziar Aizpuru), la madre del difunto, que desde siempre ha mantenido una tensa relación con Lourdes.

Sin embargo, ese estado de invisibilidad le permite a Beñat la posibilidad de observar a los demás a través de unos pequeños prismáticos desde la privilegiada posición que le ofrece la altura de la grúa donde trabaja. Porque desde allí no solo contempla una vasta perspectiva del paisaje donde se mezcla la naturaleza con las casas colindantes, con sus habitantes entregados a sus quehaceres domésticos, sino que también mira a sus compañeros de la construcción, como a la propia Ane, quien trabaja en la oficina prefabricada situada a pie de obra y con quien apenas tiene contacto, salvo por algún ocasional y breve cruce de palabras. Pero es precisamente ese casual encuentro y una caprichosa circunstancia del azar, como es la pérdida de una pequeña medalla, la que establecerá un nexo entre las vidas de Ane, Tere y Lourdes.

Pero la invisibilidad de Beñat también es latente en su hogar, cuando su presencia pasa casi inadvertida ante Tere y Lourdes, su madre y su mujer, cuyas tensiones personales les impiden ver lo que sucede a su alrededor. Invisibilidad que también padece Ane, la que le profesa Ander (Egoitz Lasa), su pareja, casi siempre sentado frente al televisor, y quien también se siente invisible ante ella. Aunque ninguno de los dos son conscientes de que son ellos mismos quienes la ejercen sobre el otro, porque al final esa invisibilidad acaba transformándose en algo rutinario que ambos acaban aceptando, e incluso alimentando de manera recíproca con sus rituales cotidianos, como son sus cenas, guardándose para sí mismos su sufrimiento quizá por su incapacidad, por su temor o por ambas cosas, para hablar.

Garaño y Goenaga conciben una sobria radiografía sobre la incomunicación, la de unos seres que parecen relacionarse mejor con los de fuera que con los de su propio entorno familiar. Seres que callan, seres que sufren, seres que sobre todo miran. Y es aquí, en la mirada, donde gravita Loreak. En la mirada de unos seres parcos en palabras que viven encerrados en su propia rutina sin más pretensiones que la de seguir cumpliendo, casi de manera automática, los rituales diarios (trabajar, comer, dormir,…). De ahí que la repetida aparición de unos ramos flores, por el hecho mismo de ser algo inusitado dentro de su cotidianidad, en eso que los psicólogos llaman “zona de confort”, les incite a salir de esa especie de letargo existencial en el que se hallan sumidos. Quizá por eso la ausencia de Beñat significa para Ane ese tenue ápice de luz que, de repente, le impulsa a replantearse su situación vital. Como también lo será para Lourdes quien, a pesar de haber reiniciado una nueva vida con otro hombre, tampoco ha resuelto la suya propia. Algo que los dos cineastas vascos enfatizan con los propios ambientes en los que se desenvuelve la historia, casi siempre lluviosos, cuando no nublados.

Y cuando más tarde o más temprano se cuela la muerte en sus vidas, esta trae consigo nuevas disyuntivas como la pérdida de la memoria o el olvido. Dice Tere en un momento dado de la película que mientras ellas vivan su hijo seguirá vivo. Nadie le quita la razón, solo que será la pérdida de la memoria, cuando sobreviene la enfermedad, la que apagará los recuerdos antes de que el propio paso mismo del tiempo se encargue de borrarlos. Algo que Garaño y Goneaga articulan con esa tan desasosegadora como contundente imagen desenfocada del lugar del accidente donde Beñat perdió la vida y en la que ya no hay flores que lo recuerden.

Porque Loreak habla del tiempo que pasa, del tiempo que hace y deshace relaciones, de los sentimientos y de los miedos ocultos que modifican comportamientos, del carácter efímero de las cosas y de la propia transitoriedad de la vida misma.

Carlos Tejeda
Artículo publicado en el suplemento cultural It’s Playtime [31 de octubre, 2014]

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