‘FUERZA MAYOR’: Todo lo que parece ser pero que en realidad no es

Fuerza Mayor

Impregnada con un negro sentido del humor, la cuarta película del director sueco Ruben Östlund es una incisiva radiografía sobre las debilidades y las miserias del comportamiento humano, sobre esa delgada línea roja que al quebrarse de manera accidental hace saltar por los aires los resortes de algo que en apariencia parecía sólido y estable.

«Vivir, naturalmente, jamás es fácil -escribe Albert Camus-, seguimos haciendo los gestos que la existencia pide por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre»[1]. Más adelante apunta que «cogemos la costumbre de vivir antes de adquirir la de pensar»[2]. Y si esa costumbre de vivir viene aderezada por una buena situación económica la tendencia a dejar de lado las cuestiones fundamentales es aún mayor, porque la única preocupación es mantener el estatus, con cenas en buenos restaurantes o vacaciones en lugares idílicos, como le sucede a la familia protagonista de Fuerza mayor. Una familia de buena posición, tanto social como económica, cuya existencia parece transitar sin sobresalto alguno.

Sin embargo todo es susceptible de cambio, de que esa aparente burbuja de confort acabe pinchando por el lugar menos inesperado, porque las apariencias son eso, simples apariencias que impiden ver el fino hilo sobre el que en realidad se sostiene ese supuesto castillo de naipes que es la estabilidad. Un fino hilo que se puede quebrar con tan solo un pequeño hecho fortuito y acabar resquebrajando la unidad familiar. A partir de estas premisas, Ruben Östlund concibe un maquiavélico juego sobre las apariencias, sobre la vergüenza, sobre la fragilidad del propio ser humano a pesar de esa seguridad que parece ofrecerle un estatus privilegiado como el que goza el matrimonio protagonista. Porque el alud que se produce al principio viene a anticipar a modo de metáfora una catástrofe que tendrá lugar en el plano emocional de la pareja.

Una familia, junto con otros turistas, almuerza contemplando la belleza del paisaje en la terraza del restaurante de un lujoso complejo turístico situado en los Alpes franceses. Hasta que de repente se produce una gran avalancha de nieve que, según dicen, está controlada. Pero cuando ésta se aproxima todo el mundo, preso del pánico, se levanta de sus asientos. El padre coge el teléfono móvil de la mesa y corre a refugiarse al interior del hotel por eso tan inherente en el ser humano como es el instinto de supervivencia, mientras que la madre agarra a sus dos hijos y los protege con su cuerpo. Pero al final todo se queda en un susto, pues lo único que se les vino encima fue la enorme nube generada por el alud. Poco a poco, al irse aquella disipando, unos y otros vuelven a ocupar sus mesas. Pero la verdadera catástrofe se ha originado en ese mismo instante, en el seno de esa acomodada familia que pasa unos días de vacaciones esquiando.

A partir de aquí, el cineasta sueco concibe una puesta en escena como si fuera un tablero de ajedrez, manejando con sutileza cada una de sus piezas, pero también hace lo propio con el inconsciente del espectador, ya que desde el primer minuto Östlund plantea situaciones imprevisibles, en las que lo que parece que va a ser, al final no es. El desastre que se avecina y que al final no es tal. Algo que el cineasta potencia manteniendo un largo plano secuencia desde que llega la nube generada por el alud quedándose el encuadre en blanco, hasta que aquella se disipa. Pero a su vez este hecho fortuito se convierte en el detonante, y también en la metáfora, de cataclismo que se va a producir en el terreno afectivo del matrimonio, porque la madre comienza a poner en duda la hombría de su marido.

Pero ese juego de apariencias se refuerza a lo largo del metraje con la inclusión de nuevos personajes, como la pareja de amigos que llegan al hotel tras la avalancha, y en cuyas conversaciones se pondrá no solo en cuestión la reacción del padre, sino que, por extensión, la propia relación matrimonial, ya que con ello empiezan a aflorar una serie de conflictos que de alguna manera permanecían dormidos.

Östlund estructura la película en cinco partes, ya que la trama se desarrolla durante los cinco días que dura la estancia de la familia en los Alpes. Cinco días que se indican con sus correspondientes intertítulos, enfatizados cada uno de ellos por el tercer movimiento del Concierto nº 2, “El verano”, de Antonio Vivaldi, aunque con el arreglo para acordeón que ha llevado a cabo Pavel Fenyuk, y cuya sonoridad produce una mayor incertidumbre. Algo en lo que juega un papel predominante las atmósferas, que en ocasiones pueden traer reminiscencias de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), desde los largos y solitarios pasillos del hotel hasta los propios paisajes nevados. Ambientes enfatizados por los sonidos de las explosiones de los cañones situados en lo alto de las laderas para prevenir aludes. Una incertidumbre a la que también contribuye, no sólo los escenarios, sino la inquietante presencia de un personaje como el empleado de limpieza del hotel que observa en silencio y desde la distancia las discusiones del matrimonio que tienen lugar en el pasillo para que sus hijos, que se hallan en la habitación, no se enteren del conflicto.

Pero al mismo tiempo Östlund traza la ruptura de la aparente armonía familiar a través de una serie de tenues recursos visuales que van poco a poco in crescendo, como esa sucesión de imágenes del matrimonio y sus hijos ante el espejo del cuarto de baño a lo largo del metraje y que marca el final del día. Si bien la primera muestra a los cuatro lavándose los dientes ante el espejo, en las sucesivas aparecerá solo el matrimonio hasta que en la última de ellas, es el padre quien se cepilla la boca mientras su mujer, algo más alejada, se pone un camisón. Como también esa imagen que recoge el reflejo difuso de la pareja en un momento álgido del conflicto. Como ese otro momento en que el marido confiesa en voz alta que «Soy una víctima de mis propios instintos». Porque al fin y al cabo, como expresó JeanPaul Sartre «el hombre no es otra cosa que lo que él se hace»[3].

Carlos Tejeda
·  Artículo publicado en el suplemento cultural It’s Playtime [28 de febrero, 2015]

Notas:
[1] CAMUS. Albert, El mito de Sísifo, Alianza Editorial, 2006, pág. 16
[2] CAMUS. Albert, op. cit., pág. 18.
[3] SARTRE, Jean-Paul. El existencismo es un humanismo, Edhasa, 2007, Pág. 31.

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