‘EL GRAN HOTEL BUDAPEST’: la consagración del gran Wes Anderson

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Wes Anderson construye un fábula maestra en la que su mundo interior, ya mostrado en anteriores obras, se da la mano con un cuerpo referencial ampísimo para dar forma a una obra maestra.

Quizá cualquier tiempo pasado fue mejor que decía el poeta. Aunque quizá sea en parte por ese paraíso perdido que es la infancia, por como se miran esas historias contadas o esas películas en las que muchas veces se desafiaban las leyes de la lógica para narrar una serie de hechos asombrosos que transcurrían en unos escenarios irreales y de ensueño. Sopa de ganso (Duck soap, Leo McCarey, 1933), La carrera del siglo (The grat race, Blake Edwards, 1965) o Chitty Chitty Bang Bang(Chitty Chitty Bang Bang, Ken Hughes, 1968) relataban aventuras ambientadas a caballo entre el siglo XIX y el siglo XX que tenían lugar en reinos imaginarios europeos, o cuanto menos acaban llegando a uno de ellos como sucede en el film de Edwards, recuperando en cierta manera ese aura de fábula muy en la tradición del cuento europeo. Reinos o estados que venían a ser el reflejo del pasado esplendoroso de la vieja Europa, y que a partir de la primera gran guerra se fueron desvaneciendo. No es casual que Anderson se haya inspirado en los escritos de Stefan Zweig, como certifican los créditos al final del film, para concebir su retrato sobre la República de Zubrowka, un país ficticio situado “en los confines más remotos del este del continente europeo”, como también que impregne sus imágenes de ese hálito en el que convive la nostalgia y la fábula, articulando una suerte de ejercicio de recuperación de la memoria.

«Para serle franco, creo que su mundo había desaparecido mucho antes de que él llegara. Pero le diré, ciertamente sostuvo la ilusión con una gracia sorprendente», le dice un envejecido Moustafa (F. Murray Abraham) al escritor (Jude Law) sobre Gustave H. (un espléndido Ralph Fiennes) el conserje del Gran Hotel Budapest. Como también y en cierta manera dicha frase puede servir para definir la película. Porque Gustave H. es un personaje que Anderson eleva a la categoría de figura mítica. Amante de los buenos perfumes, bon vivant que lee poesías a sus empleados antes de que estos empiecen a comer y gigoló de las ancianas ricachonas que se hospedan en el hotel y a las que dispensa un trato exquisito, Gustave H. se verá inmerso, en compañía de un joven Moustafa (Tony Revolori), botones del hotel, en el turbio asesinato de la aristocrática Madame D (Tilda Swinton) que les llevará a una delirante peripecia en un país que está a punto de resquebrajarse por el ascenso de un régimen totalitario.

La imaginería que despliega El gran Hotel Budapest no solo trae reminiscencias de los títulos citados más arriba, sino de los cartoons de Hanna Barbera, del cine de Karel Zeman o del slapstick en cuanto a que la película contiene numerosos gags y persecuciones dignas del Keystone Cops de Mack Sennett o del propio Buster Keaton. Un film que, como suele ser habitual en la filmografía del cineasta, plagado de apariciones y cameos aquí con ilustres nombres, además de los ya citados, como Bill Murray, Jeff Goldblum, Léa Seydoux, Adrien Brody, Harvey Keitel, Tom Wilkinson y un Willem Dafoe encarnando un memorable villano. Aparte de la sobresaliente partitura de Alexandre Desplat, uno de los más destacados compositores actuales de bandas sonoras. Porque Anderson es de esos cineastas que mantienen dentro ese niño que ha sido, quizá la facultad esencial para narrar una gran fábula de esta índole.

Carlos Tejeda
·  Artículo publicado en el suplemento cultural It’s Playtime [14 de febrero, 2015]

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