‘BIG EYES’: Anatomía de un engaño

BIG EYES

Big eyes (Tim Burton, 2014)
Artículo publicado en la revista Dirigido por, nº. 451, Enero 2015, pp. 26–27.

Desde Ed Wood (ídem, 1994), Tim Burton no había vuelto a inspirarse en un caso real. En Big eyes narra la azarosa peripecia de Walter y Margaret Keane, un matrimonio de pintores cuyos cuadros se hicieron muy populares en los años sesenta, pero con la particularidad de que era ella quien los pintaba en la sombra y su marido quien los vendía atribuyéndose él mismo su autoría.

Al comienzo de Big eyes, mientras se superponen los títulos de crédito, se muestran imágenes de una imprenta que reproduce imágenes fotográficas de manera vertiginosa de un cuadro de Margaret Keane, el que representa el retrato de uno de sus muchos enigmáticos niños abandonados que pintaba con ojos grandes, un rasgo característico que le proporcionó una enorme fama a Walter, su marido, porque en realidad era él quien los vendía como obra suya, llegando incluso a donar cuadros al mismísimo presidente John F. Kennedy. Una secuencia en cierta manera proverbial, pues ya anticipa la clave del éxito de los Keane, la reproducción masiva de sus obras que comenzaron a vender en la galería que Walter abrió para exponer la obra original de Margaret, cuando aquel se percató de que los carteles que había distribuido por la ciudad de Los Ángeles, anunciando la inauguración de la exposición con la imagen de una de aquellas pinturas, eran arrancados de su sitio al poco tiempo de ser colgados.

Walter, a quien en el film interpreta con gran solvencia Christoph Waltz, era un ávido agente inmobiliario con pretensiones de convertirse en artista. Pero sobre todo un encantador de serpientes quien, haciendo gala de un gran desparpajo, encandilaba a cualquiera que se cruzase por su camino embaucándole con todo tipo de historias, como aquella de que había vivido varios años en París estudiando en la escuela de Bellas Artes. Pero si en algo destacó Walter, mientras formó el tándem artístico con su mujer Margaret a quien en el film pone rostro Amy Adams, fue precisamente en sus habilidades comerciales. Porque su idea de vender reproducciones de las obras originales revolucionó en cierta manera la comercialización del arte convirtiéndolo en todo un fenómeno de masas en su tiempo. Grandes tiradas de postales que reproducían los cuadros que pintaba su mujer y que, como muestra la película, se las quitaban de las manos.

La era de la reproductibilidad técnica
Pero con este fenómeno de popularización del arte viene implícita una nueva cuestión sobre el valor cultural y el valor exhibitivo de la obra artística en sí, algo que ya había planteado con anterioridad Walter Benjamín en su ensayo La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (1936). El filósofo alemán sostenía que la pieza artística reproducida pierde su aura, es decir, todas esas cualidades esenciales que la hacen única e irrepetible. En otras palabras, que destruye su originalidad haciendo imposible calcular su valor plástico. «En la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de esta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario». (Discursos interrumpidos I, Taurus, 1989, págs, 22-23). Para más adelante concluir que «cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto o más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva» (op. cit., pág. 44). Algo que cobra especial relevancia si tenemos en cuenta esa secuencia de la recién estrenada Mr. Turner (ídem, Mike Leigh, 2014), cuando el pintor inglés se niega a vender sus cuadros a un acaudalado hombre de negocios diciéndole que los ha donado al estado, porque prefiere que estos estén en los museos al alcance de todo el mundo y no a la vista de unos pocos. Actitud contraria a la de Walter Keane que, si bien coincide con la del pintor británico en su intención de llegar al gran público, difiere en las estrategias para conseguir tal objetivo, aunque claro esté que en la época de Turner no existían tales medios, aunque sí copistas. Dicho de otra forma, que a pesar de la cada vez mejor calidad de las reproducciones de los catálogos jamás estas podrán ofrecer en toda su dimensión esa aura, que decía Benjamin, que la obra de arte posee cuando se la contempla in situ.

Pero ¿es arte?
Al llegar a este punto es inevitable pensar en el film-documental Fraude (F for Fake, 1973) de Orson Welles, quien a partir de la figura de uno de los grandes falsificadores de arte, Elmyr de Hory, traza una serie de reflexiones sobre qué es arte y quién realmente posee el poder para decidir qué es artístico o no. En un momento dado Elmyr llega a expresar que si se cuelgan falsificaciones en un museo o en una gran colección particular y se las deja allí el tiempo suficiente, estas se vuelven auténticas. Más tarde el mismo Welles señala que una obra artística puede ser bonita. Pero para que adquiera la categoría de arte «¿cómo se evalúa? El valor depende de las opiniones. Las opiniones dependen de los expertos. Un falsificador como Elmyr se burla de los expertos. Y entonces, ¿quién es el experto? ¿Quién es el falsificador?». Como también el propio Elmyr pone de relieve que siempre hay un mercado para ellas. De hecho subraya que nunca ha ofrecido una pintura o un dibujo a un museo que no lo haya comprado.

Unas cuestiones que Burton apunta a través de dos de sus personajes, y con ello no se trata de insinuar que el cineasta se haya inspirado en el film de Welles. Por un lado, e impregnado con un cierto tono satírico, el galerista interpretado por Jason Schwartzman cuyo local está situado en frente al que adquiere Walter para presentar los lienzos de su mujer. Aquel previamente ha rechazado exponer la obra de Margaret pues en su galería solo se exhibe arte contemporáneo, es decir, cuadros que, como el espectador comprobará, siguen la línea del Expresionismo Abstracto. Recuérdese que Walter y Margaret contrajeron matrimonio en 1955, justo un año antes del fallecimiento de Jackson Pollock, uno de los artistas más representativos de dicho movimiento artístico.

El otro personaje en cuestión es el prestigioso crítico e historiador de arte John Canaday, a quien encarna Terence Stamp, el especialista que pone en duda la calidad artística de la obra de los Keane y con quien el propio Walter, que a su manera es también un falsificador, tendrá un violento encontronazo a la vista de todo el mundo.

El «affaire» Keane
Pero Burton tampoco trata de emitir juicio alguno sobre si la obra de Margaret posee categoría artística o no, dejando dicha cuestión abierta a través de los citados personajes del galerista y del crítico. Como tampoco el cineasta realiza un ejercicio de análisis del proceso creativo de Margaret. De hecho, si se contemplan las pinturas reales fuera del contexto de la película, lo cierto es que su valía, más allá del detalle, quizá más anecdótico que artístico, de los ojos grandes tan característicos con los que pintaba sus figuras de niños, reside en el hecho mismo de su reproducción masiva, de que las reproducciones hayan tenido un mayor éxito de ventas que los propios retratos originales. Algo que se acrecentó si cabe aún más cuando Margaret llevó a su marido a los tribunales teniendo ambos que llegar a demostrar ante el juez, caballete en mano, la autoría real de la obra.

Porque en realidad lo que más le interesa a Burton es indagar en los conflictos emocionales de la pintora tras más de una década recluida en su domicilio pintando en secreto, mientras su marido recibía los laureles. Aunque ella, que en aquella época era una mujer divorciada con una hija pequeña, en un principio, y quizá en un arrebato de ingenuidad, accede a esa concesión, como muestra esa secuencia en la que, tras contraer matrimonio con Walter, firma un cuadro con el apellido de su recién estrenado marido.

Sin embargo, a pesar de que Big eyes es un film que desprende una gran solidez en su construcción narrativa; a pesar de su magnífica ambientación, que trae en ocasiones reminiscencias de las pinturas de Edward Hooper pues, al fin y al cabo, la historia transcurre en su mayor parte durante la década de los años sesenta; a pesar de las excelentes composiciones de los personajes, como el propio Walter, cuya vestimenta cuando conoce a Margaret puede recordar, y quizá sea un guiño, al Gene Kelly de Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951) y que es precisamente el momento en el que este relata por primera vez sus supuestas vivencias como artista en la capital francesa; a pesar de que posee excelentes momentos, sobre todo en su parte central, aquellos que reflejan la paulatina transformación de la relación entre Margaret y Walter, cuando ella ve que su personalidad y su trabajo son eclipsados por la desmedida ambición de su marido; a pesar incluso de las premisas que plantea Burton, sin duda de gran interés, planea en el film esa extraña sensación de que le falta ese pequeño toque que lo hubiese convertido en un trabajo más que redondo.

Carlos Tejeda
Artículo publicado en la revista Dirigido por, nº. 451, Enero 2015, pp. 26–27

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